Desahogo
ideas austeras pero perennes, las lágrimas simulan pétalos partidos y deshechos por el tiempo siniestro
y en ellas mi pasado se vacía, me vacío.
Busco
un destino diferente, una quimera incierta plagada de dudas místicas. Los ojos hablan por si mismos, interpretan el
bombeo continuo de una cabeza que parece aleatoria en mi cuerpo, como una pieza
azul que no encaja en el puzzle de un infierno grisáceo.
Cada gota contiene un trozo de un
alma que se me antoja grosera.
Voy
mezclándome con el salado sabor del llanto inoportuno. Y comienza a opacarse el campo y llego al
clímax del abatimiento. Siento esa voz
en off que salta sobre mi cerebro haciendo que el agua manchada de negro
recorra el solitario paraje de ese rostro que no es mío, porque ese espejo
miente, creando una falacia para que yo crea que lloro, pero sé que no lo hago o quizá
si.
El
pecho manchado de mí.
Me
diluyo y absorbo simultáneamente, cada gota arrastra un trozo de carne
imaginaria y de a poco lo que supo ser cara no es más que un hueso liso, una
perfecta armonía de dureza, pero ya sin vida.
Tanto
dolor contenido en tan escaso espacio.
Junto
esas secreciones y creo un ser acuoso indefinible, amorfo, salado y destructor
como el más potente de los ácidos, pero mío, por sobre todas las cosas, con una
anatomía atómica exacta, una copia fiel de mi desengaño, de mis dudas y
temores, una réplica precisa del dolor momentáneo y del eterno.
Entonces
en un acto arrebatado, bebo celosa cada gota, sin que se derrame el mínimo
contenido de mí. Y vuelvo al equilibrio
desequilibrado de mí estar ausente, de mí estar sin ser, sin sentir más que a
pequeños seres inanimados dotados de la capacidad de hacerme sentir
estúpidamente viva.
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