Y
su rostro se reflejó con las primeras luces del
otoño, su rostro fino, cálido, lleno de años largos que pasan sin siquiera
dejar un rastro fijo. El tiempo era sólo
eso, tiempo, una conjunción de sílabas que no le decían nada, que no obraban
cambios, que no le dejaban ver su magnitud.
El tiempo era sólo eso, algo abstracto que no era nada, algo efímero que
no tenía razón de ser, porque él no envejecía.
El tiempo era una brisa ante sus ojos, algo que sólo pasaba, sin volver
atrás, pero él amaba esa brisa y la deseaba, él quería que ese soplo se
transformara en viento, uno de esos vientos bien fuertes que lo arrastrara al
más allá, más allá de las colinas y de los bosques. Él quería dejar atrás la tranquilidad de los
ríos, el cantar permanente de las aves y el dorado otoño que se ceñía sobre sus
tierras.
Sus ojos celestes comenzaron a
perder la tonalidad fulgurante que los destacaba por entre muchos otros pares
de ojos, ya la luz que irradiaban se
volvía tenue y hasta, en algunas ocasiones, desaparecía por completo. Él supo tener unas hermosas manos hábiles,
que podían transformar una tosca piedra en una joya resplandeciente, hoy,
después de muchos quehaceres bienhechos, se sentían pesadas, querían descansar,
querían dejar de presenciar edad tras edad, querían permanecer en un solo
sitio, querían endurecerse como esa tosca piedra. Su boca era de la misma sublimidad que el
resto de su cuerpo, de ella podían salir las más hermosas palabras, los más gloriosos cánticos, que podían hacer volar la
imaginación tan lejos que costaba tiempo regresar y volver a entrar en
razón. Pero ya no tenía ganas de hablar
ni de cantar.
La melancolía había inundado cada
centímetro de su alma, pero el tiempo era algo con lo que él no podía contar
para disminuir su nostalgia. Él había estado
rodeado por su gente durante toda su larga vida, era amado y respetado por toda
la sabiduría que poseía y que en otros tiempos profesaba con alegría y
dedicación, hoy deseaba la soledad, caminaba solo por la orilla del río,
alejándose de esa gente con la que había pasado todos los años de su vida, sus
pies ágiles lo llevaban lejos, pero nunca acostumbraba a partir más allá cuando
el atardecer empezaba a teñir las tierras, el rosado crepúsculo le regalaba
tranquilidad a su alma inquieta.
Su voz era la más dulce amalgama
entre belleza y armonía, el mundo enmudecía de sólo oírle hablar. Cuando reía,
la tierra también lo hacia y cuando de sus ojos llovía, la tierra también se
mojaba de tristeza, pero ahora de su voz
sólo salían angustiosos lamentos y cada ave de su tierra lo acompañaba piando
una melodía acongojada. Los árboles se
inclinaban a su paso brindándole sus hojas para secar las lágrimas amargas que
nacían desde su corazón, y con ellos hablaba, y les contaba sus pesares, pero
el bosque no entendía su necesidad de soledad, estos añoraban la compañía, es
por eso que brindan sus brazos a los pájaros para sentirse de alguna manera
acompañados.
Y así, con todo ese abatimiento se
encaminó hacia el mar una majestuosa noche estrellada, bañada por una luna
creciente que se reflejaba en el océano y caminó hacia la eternidad con pasos
seguros, con la determinación de un rey, dejando huellas sobre la arena mojada
que la brisa, más bien el viento iba borrando detrás de él.
De a poco su cuerpo fue
desapareciendo en el horizonte azul que enmarcaba su mar, respiro por última
vez tratando de tragar toda su vida, y
siguió avanzando. La sal se hacia sentir
en su nariz, pero no se sentía agobiado, no se sentía ahogado, sólo esa
horrible molestia en sus fosas nasales, medio caminaba medio nadaba. Tuvo miedo de abrir los ojos, se sintió
pequeño ante la inmensidad que representaba esa masa de agua. Pero no se detuvo, siguió viaje, pensando que
era el paso previo al descanso eterno, pero se equivocaba, todavía estaba vivo,
podía abrir los ojos y experimentar el frío que entumecía su carne a medida que
el océano se hacia más oscuro, más profundo.
La desesperación carcomía su
interior, no aguantaba estar con vida todavía, de a poco empezó a enloquecer pero
no detenía su andar-nadar. Recorrió quién sabe cuánto tiempo, cuánta distancia,
siempre con la idea de morir, pero le era imposible hacerlo, lloraba ante la
impotencia, gritaba mientras miles de burbujas se estancaban en su garganta y
desaparecían por sobre su cabeza.
Ansiaba ver su sangre desparramarse y teñir las porciones de océano que
iba surcando, pidió piedad, pero no encontraba ninguna señal, nadie podía
deshacer su sufrimiento.
Iba despedazándose merced de la sal,
del contacto permanente con el agua. Ya no tenía belleza, su carne color azul
se mimetizaba con su nuevo ambiente, ya
no tenía manos, no podía sentir su rostro, pero su mente seguía procesando toda
esa detestable información. Sus piernas
inútiles ya, habían desaparecido, al igual que su pelo, que sus ojos. Y de a poco, cada centímetro de él era
devorado por el mar, por sus entrañas.
Y luego ya no era nada, solamente su
conciencia, su voz que no surgía de ninguna garganta y esa mirada oscura que no
nacía de ningunos ojos.
Todavía anhelaba
morir, pero cómo suicidarse si no era más que su propia imaginación.
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