lunes, 8 de agosto de 2011


La oscuridad se va disipando al tiempo que mis pasos me alejan de lo que simulaba un túnel.

Día de invierno.

La claridad gris de viento frío envuelve un claro en un bosque que no existe, solamente rastros de lo que supieron ser árboles, cenizas de cortezas empañan esa atmósfera calma y el cielo del color más raro.

A los pies, el suelo se resquebraja en terrones secos, la vegetación no existe,  al igual que no existen los sonidos, ni aves, ni ramas, ni aviones.

Camino descalza, desnuda ante esa soledad disfrazada de paisaje y esa fotografía monocromática parece eterna, inmutable ante mi andar constante.  

Algo pesado cuelga de mi cuello y me curva hacia delante obligándome a mantener la vista fija en el movimiento de mis pies.

La piel se me antoja azul, quebradiza, áspera, quizá hasta escamada y siento vergüenza de esa desnudez casi sádica a pesar de que sólo me acompaña la sombra.

Sé a ciencia cierta que camino hacia un destino certero, aunque desconozco a dónde me llevan mis pies.
Alzo la vista, conciente de que algo ha cambiado en el paisaje grisáceo y así es.  Admiro mi percepción.  Una escalera angosta se erige ante mis ojos con resaca de suelo, una escalera orientada al cielo sin un punto de apoyo, por lo menos visible.

Mis oídos salen de su letargo al escuchar el silbido de un viento cortado.  El peso en mi pecho ha desaparecido y puedo enderezar la columna; rodeo lentamente el metal buscando su origen, buscándole una explicación a su aparición.  La simetría del paisaje se mantiene  y me aterra el orden absoluto que domina.

Ahogo un grito, todo indica que debo subir, pero los peldaños desaparecen y en su lugar, el frío acero forjado del filo de miles de cuchillos ocupan el lugar que dejaron libre.  Algunos destellos se desprenden oportunos como lágrimas acechantes.  Contengo las ganas de acariciar el acero.

Cierro los ojos y me acurruco apoyando la espalda contra el borde de esa estructura fría.  Pienso que han pasado miles de años desde que la oscuridad plagó mi cabeza.  Vuelvo a abrirlos y las escaleras no han dejado espacios sin colonizar.  El destino es inevitable, debo subir y dejarme lastimar o seguir sentada esperando que los cuchillos se vuelvan peldaños indoloros.

Pienso y repienso como hacer para subir sin romper promesas.  Siento que debo hacerlo, me dispongo a sentir el calor de la sangre recorriendo el azul de mi piel, el ardor asciende incesante, el hormigueo se dispersa.

Despierto sudando, la cama pequeña se torna enorme y el palpitar onírico de las llagas aún se sienten en la piel que la luz, me muestra todavía azul.