martes, 30 de octubre de 2012

Escribiendo.


Miles de minutos mirando la hoja en blanco, inmovilizada por una fuerza incongruentemente poderosa. Paralizados los dedos, conjunto de carne y nada inerte. Ni un movimiento perceptible, o no.  La pluma apoyada metódicamente sobre el dedo medio y apenas sujeta en una pseudopinza construida por el pulgar y el índice, pero inmóvil, casi al acecho. 
El segundo eterno antes de la voz de “Apunten, Fuego”, como el silbante sonido del hacha, que en manos del verdugo se descarga sobre una nuca desnuda.  Es mirar desde lo alto, caída inminente y recordar que evolucionamos sin alas ni hueso livianos. 
El después aterroriza. 
La mano en movimiento y el papel se llena convulso, insaciable, absorbiendo de a poco los dedos que van desapareciendo entre palabras, paréntesis, entre superficies que se extinguen, que se abrazan hasta devorarse, y así el resto del cuerpo. Luego la muñeca que lucha, quiere zafarse, pero el papel la llama y así logra succionar el antebrazo que es fuerte, pero no tanto y no opone mayor resistencia.  Brazo, hombro y omóplato son tragados casi por inercia, casi convencidos de lo inevitable. 
Casi diría que no creo, pero creo, y en eso se cuela entre el cuadriculado mi cabeza, sin respetar mis razones.  Perder entre el papel el miembro superior derecho no es tan drástico, pero tragar mi cabeza es suficientemente complejo para no prestar atención.  El vortex de papel succiona sin piedad alguna y después sólo quedan los pies; siempre me dijeron que los pies funcionan mejor en la tierra, pero parecen hacer oídos sordos a los principios básicos de la física y todo esto que era, ahora ya no es más. Entiendo que se pensará en la poca seriedad del escrito, se pondrá en tela de juicio mi palabra y hasta es probable que la burocracia queme los papeles. 
Qué será de mi dentro del papel; por lo menos, se siente casi igual, salvo los poderes. ¿Poderes dije? Nada especial, solo que de este lado se puede volar, crear y hasta morir cuando se mueve la mano.

viernes, 19 de octubre de 2012

Anhelo.


Y su rostro se reflejó con las primeras luces del  otoño, su rostro fino, cálido, lleno de años largos que pasan sin siquiera dejar un rastro fijo.  El tiempo era sólo eso, tiempo, una conjunción de sílabas que no le decían nada, que no obraban cambios, que no le dejaban ver su magnitud.  El tiempo era sólo eso, algo abstracto que no era nada, algo efímero que no tenía razón de ser, porque él no envejecía.  El tiempo era una brisa ante sus ojos, algo que sólo pasaba, sin volver atrás, pero él amaba esa brisa y la deseaba, él quería que ese soplo se transformara en viento, uno de esos vientos bien fuertes que lo arrastrara al más allá, más allá de las colinas y de los bosques.  Él quería dejar atrás la tranquilidad de los ríos, el cantar permanente de las aves y el dorado otoño que se ceñía sobre sus tierras.

Sus ojos celestes comenzaron a perder la tonalidad fulgurante que los destacaba por entre muchos otros pares de ojos,  ya la luz que irradiaban se volvía tenue y hasta, en algunas ocasiones, desaparecía por completo.  Él supo tener unas hermosas manos hábiles, que podían transformar una tosca piedra en una joya resplandeciente, hoy, después de muchos quehaceres bienhechos, se sentían pesadas, querían descansar, querían dejar de presenciar edad tras edad, querían permanecer en un solo sitio, querían endurecerse como esa tosca piedra.  Su boca era de la misma sublimidad que el resto de su cuerpo, de ella podían salir las más hermosas palabras, los más  gloriosos cánticos, que podían hacer volar la imaginación tan lejos que costaba tiempo regresar y volver a entrar en razón.  Pero ya no tenía ganas de hablar ni de cantar. 

La melancolía había inundado cada centímetro de su alma, pero el tiempo era algo con lo que él no podía contar para disminuir su nostalgia.  Él había estado rodeado por su gente durante toda su larga vida, era amado y respetado por toda la sabiduría que poseía y que en otros tiempos profesaba con alegría y dedicación, hoy deseaba la soledad, caminaba solo por la orilla del río, alejándose de esa gente con la que había pasado todos los años de su vida, sus pies ágiles lo llevaban lejos, pero nunca acostumbraba a partir más allá cuando el atardecer empezaba a teñir las tierras, el rosado crepúsculo le regalaba tranquilidad a su alma inquieta. 

Su voz era la más dulce amalgama entre belleza y armonía, el mundo enmudecía de sólo oírle hablar. Cuando reía, la tierra también lo hacia y cuando de sus ojos llovía, la tierra también se mojaba de tristeza,  pero ahora de su voz sólo salían angustiosos lamentos y cada ave de su tierra lo acompañaba piando una melodía acongojada.  Los árboles se inclinaban a su paso brindándole sus hojas para secar las lágrimas amargas que nacían desde su corazón, y con ellos hablaba, y les contaba sus pesares, pero el bosque no entendía su necesidad de soledad, estos añoraban la compañía, es por eso que brindan sus brazos a los pájaros para sentirse de alguna manera acompañados. 

Y así, con todo ese abatimiento se encaminó hacia el mar una majestuosa noche estrellada, bañada por una luna creciente que se reflejaba en el océano y caminó hacia la eternidad con pasos seguros, con la determinación de un rey, dejando huellas sobre la arena mojada que la brisa, más bien el viento iba borrando detrás de él. 

De a poco su cuerpo fue desapareciendo en el horizonte azul que enmarcaba su mar, respiro por última vez  tratando de tragar toda su vida, y siguió avanzando.  La sal se hacia sentir en su nariz, pero no se sentía agobiado, no se sentía ahogado, sólo esa horrible molestia en sus fosas nasales, medio caminaba medio nadaba.  Tuvo miedo de abrir los ojos, se sintió pequeño ante la inmensidad que representaba esa masa de agua.  Pero no se detuvo, siguió viaje, pensando que era el paso previo al descanso eterno, pero se equivocaba, todavía estaba vivo, podía abrir los ojos y experimentar el frío que entumecía su carne a medida que el océano se hacia más oscuro, más profundo. 

La desesperación carcomía su interior, no aguantaba estar con vida todavía, de a poco empezó a enloquecer pero no detenía su andar-nadar. Recorrió quién sabe cuánto tiempo, cuánta distancia, siempre con la idea de morir, pero le era imposible hacerlo, lloraba ante la impotencia, gritaba mientras miles de burbujas se estancaban en su garganta y desaparecían por sobre su cabeza.  Ansiaba ver su sangre desparramarse y teñir las porciones de océano que iba surcando, pidió piedad, pero no encontraba ninguna señal, nadie podía deshacer su sufrimiento.

Iba despedazándose merced de la sal, del contacto permanente con el agua. Ya no tenía belleza, su carne color azul se mimetizaba con su nuevo ambiente,  ya no tenía manos, no podía sentir su rostro, pero su mente seguía procesando toda esa detestable información.  Sus piernas inútiles ya, habían desaparecido, al igual que su pelo, que sus ojos.  Y de a poco, cada centímetro de él era devorado por el mar, por sus entrañas. 

Y luego ya no era nada, solamente su conciencia, su voz que no surgía de ninguna garganta y esa mirada oscura que no nacía de ningunos ojos.  

Todavía anhelaba morir, pero cómo suicidarse si no era más que su propia imaginación.