jueves, 7 de junio de 2012



Desahogo ideas austeras pero perennes, las lágrimas simulan pétalos  partidos y deshechos por el tiempo siniestro y en ellas mi pasado se vacía, me vacío.

Busco un destino diferente, una quimera incierta plagada de dudas místicas.  Los ojos hablan por si mismos, interpretan el bombeo continuo de una cabeza que parece aleatoria en mi cuerpo, como una pieza azul que no encaja en el puzzle de un infierno grisáceo.

Cada gota contiene un trozo de un alma que se me antoja grosera.

Voy mezclándome con el salado sabor del llanto inoportuno.  Y comienza a opacarse el campo y llego al clímax del abatimiento.  Siento esa voz en off que salta sobre mi cerebro haciendo que el agua manchada de negro recorra el solitario paraje de ese rostro que no es mío, porque ese espejo miente, creando una falacia para que yo crea que lloro, pero sé que no lo hago o quizá si.

El pecho manchado de mí.

Me diluyo y absorbo simultáneamente, cada gota arrastra un trozo de carne imaginaria y de a poco lo que supo ser cara no es más que un hueso liso, una perfecta armonía de dureza, pero ya sin vida.

                  Tanto dolor contenido en tan escaso espacio.

Junto esas secreciones y creo un ser acuoso indefinible, amorfo, salado y destructor como el más potente de los ácidos, pero mío, por sobre todas las cosas, con una anatomía atómica exacta, una copia fiel de mi desengaño, de mis dudas y temores, una réplica precisa del dolor momentáneo y del eterno.

Entonces en un acto arrebatado, bebo celosa cada gota, sin que se derrame el mínimo contenido de mí.  Y vuelvo al equilibrio desequilibrado de mí estar ausente, de mí estar sin ser, sin sentir más que a pequeños seres inanimados dotados de la capacidad de hacerme sentir estúpidamente viva.