lunes, 6 de diciembre de 2010

Ella

La luna pasó lento por su espalda de porcelana dándole paso a los primeros vestigios de ese amanecer no deseado que la regresa a la realidad, realidad cruda, de verdades escondidas tras el manto hipócrita de su sonrisa desdibujada y lastimosa, oscura como la noche que se disipa escondiendo las estrellas tras el celeste pastel que se le antoja mentiroso.

Sus ojos corridos de rimel, aliento de tabaco y cerveza.  Los pasos de sus tacos apenas sostenidos se hacen sentir en la acera aún húmeda y siente cada paso como una cercanía macabra, a veces sueña con el hecho de volar y volatilizarse confundiéndose con mil respirares que no son suyos…y desaparecer.  Siente el  rocío de la mañana como sus propias lágrimas negras y la humedad fría sube por sus piernas carentes de cubierta y desea cientos de vidas diferentes a la que trascurre, piensa y repiensa y camina lentamente mientras las cenizas de su cigarrillo van marcando su andar tambaleante de brazos cruzados y cabeza gacha.  Su mano derecha siente el frío como agujas, pero no deja de fumar compulsivamente.  Imagina sus órganos nadando en alcohol acuoso que se va solidificando, provocándole espasmos dolorosos que la hacen encorvarse un poco más, mientras camina sin detenerse, mientras lleva una vez más el cigarro a sus labios petrificados y sobrados de labios ajenos.

El tramo hasta el río se hace eterno y el trino de los pájaros parece aturdirla más que los bocinazos y la avalancha de ruidos sin eco de ese antro gris  donde va a disfrazar sus verdades y a coquetear con los tontos.  El agua sobremanera oscura le inspira mil analogías que en algún momento escribirá sobre arena.  Las calles son un laberinto que conoce y no le teme al Minotauro que puede aparecer en cualquier esquina herrumbrada de sol joven.  Se arrepiente de haber prostituído sus ideales en el lugar donde los cuerpos chocan y la carne se quema de música, volumen y sudor.  Conoce otras cabezas, mientras más se desconoce ella misma, y busca buscarse donde sabe  no va a hallarse.  Deja caer sus formas en brazos que la lastiman sin dolor, pero no lo sabe y sale brillando una luz impropia, pero no lo sabe.

Atrás quedaron sus amigas de la noche que se esfumaron junto con la luna y siente la soledad arraigada a sus uñas despintadas.  Mira y cuestiona, se cuestiona.  Piensa en esas personas vampiros que se chupan sus minutos inocentes y desesperados.  Siente que nadie la merece, que su existencia mágica-maldita cumple una ley monárquica que no sabe determinar y vuelve a sentirse sola, miserable y vulnerable.

Casi las ocho am y el frío se hace notar en el muelle, sus pocas ropas insinuantes se mueven al compás de su cuerpo sumido en temblor.  Añora aquel galán que la cortejó en la noche, podría haber sido una buena prenda para calentar su cuerpo mientras espera esa lancha que la lleve a su destino rutinario.  Ya la ciudad se despereza y ella quiere clausurar sus ojos.   Anhela el calor agobiante del encierro y desea creer las palabras que ese hombre susurro-gritó en su oído, mientras su sangre cobraba vida propia.  Sus telas danzan al ritmo del viento húmedo cargado de oraciones que llegan desde la Iglesia, que se hace notar a campanazos.  Se sacude mentalmente, trata de acelerar los minutos para que el vehículo que la trasporte llegue a esta orilla.

Otro cigarrillo y es el último, observa a su alrededor el resplandor del día que se refleja en el agua y su cara maquillada empieza a decaer, como su fuerza, como su convicción, como las ganas de volver a ese sitio cuando una nueva semana muera.  Sus ojos se han agrandado,  a pesar de estar pequeños, mientras de sus lagrimales se desprenden simulacros de gotas negras que van marcando su carita pálida y helada.  Sus manos sostienen el dinero, el cigarrillo y un alud de esperanzas que se van escapando como agua de entre sus dedos tiesos y finos.  Trata de controlar el traqueteo de sus dientes y muerde su adormecimiento onírico volviendo de mármol sus facciones de ángel apabullado.

Un par de muchachos bien vestidos esperan en el muelle junto a una enfermera enferma que sale de trabajar y que expresa en quejidos su dolor, mezclado con el cansancio que le regala servir a los demás sin tiempo para su propia medicina.  Una pitada más y se acaba el pucho, larga la última bocanada de humo con fuerza, mientras esquiva las miradas compasivos-maternales de la enfermera y deseosas-lujuriosas de esos hombrecitos.  El sol asciende indecoroso, mostrándola aún más cansada, más abrumada, perdida en pensamientos autoflagelantes que desgarran su cabeza y la hacen perder el equilibrio.  Se siente morir, sufre su propia decadencia y se odia por compadecerse de si misma.

A lo lejos ve partir la lancha, por un momento agradece esa maniobra y levanta un poco la cabeza, todos se paran, murmuran.  El transporte amarra al borde del muelle y apresura sus pasos fríos para subir.  El interior de la barcaza le resulta acogedor, música suave, algo de calor, sutil pero calido ambiente.  El motor comienza a funcionar y apoya su frente al vidrio sucio de huellas digitales, quiere cerrar los ojos, pero el río la hipnotiza y no puede dejar de mirarlo.  Ruega que ese viaje sea eterno, pero no lo es y las cuerdas vuelven a sostener al pequeño navío viejo a la estructura de madera carcomida por el agua y los años.

Camina esos escalones y entrega sus últimas monedas transpiradas, que se han marcado en la palma rojiza de su mano izquierda, para poder atravesar ese molinete frío.  El verde la invita a caminar y comienza la vuelta aletargada, sortea algunas estatuas blancas, y las empinadas calles le resultan tortuosas.  Su sombra va durmiéndose, mientras sus ojos conjugan el verso más doloroso, como una triste canción de cuna.

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