viernes, 13 de abril de 2012

¿Vuelve el polvo al polvo?


Huellas aéreas, lastimoso y vil recuerdo de una vida no vivida, de un pasado que sigue repitiéndose como una secuencia obtusa.

Un funeral para los minutos que se desgranan, una cama de hospital para esos días que no vuelven sino en dolores.

El Alma subyace sometida por el gesto cruel de un Adiós no pronunciado, permanece seca, encerrada, rezagada en un desván mental que la ridiculiza y minimiza a proporciones exageradas.

¿Cómo pude sufrir  tanto? Preguntaba Alma, mientras sus dedos modelaban figuras infantiles en barro que luego el tiempo disolvía.  ¿Vuelve el polvo al polvo? Se decía, al momento que de su boca asomaba un acceso de tos que espolvoreaba la sala de un marrón casi mágico.  

Alma sentía los ojos cada vez más pesados, las manos cada vez más torpes y el corazón cada vez más liviano, más libre.  Evitaba caminar, se conformaba con bajar los párpados y soñar sin lastimarse los brazos, porque ya casi no había sangre tras su piel cada vez más dura. 

Lloraba terrones de dolor que iban marcando profundamente las capas de carne, carne que parecía maquillaje grosero y burlón, como una máscara festiva que representaba al teatro, pero sin la comedia, sin siquiera una nimia manifestación de sonrisa, hasta su antifaz había sido inundado por el drama.  Y cada vez que la tristeza se apoderaba de Alma su fisonomía se iba tallando, marcándola con surcos terrosos.

Las mañanas eran tan oscuras como las noches.  La rotación de su espacio ya no significaba día y noche y las fases lunares vivían en su imaginación y hasta podía escuchar, si se lo proponía, el aullido lejano de algún lobo, y de esta manera recordar la luna llena.  El sol era un recuerdo sutil y tan lejano como el frío… como  el calor.  ¿Pasaba el tiempo para Alma? Seguro, pero sus ojos chocolate no le permitían verlo.

La sombra moribunda inundaba cada vez más las grietas, que el viento y la soledad marcaban en Alma, que se volvía cada vez más pequeña, más desgastada.  Solía imaginarse radiante, joven, llena de una esperanza que hoy era aleatoria y azarosa y en ocasiones utópica.

Alma sentía un vacío pesado que ocupaba su vacío, pero se sentía de piedra, visualizaba y hasta podía palpar sus pensamiento y deseaba no hacerlo, para que su cabeza se librara del suplicio de sentir como una idea, al igual que una mole, iba surcando su cerebro, sumiéndola en un dolor agudo, un dolor inexplicable que la retorcía aún más.

Ya en un rincón, Alma, con los ojos perdidos,  cantaba un Réquiem en honor a su cuerpo entumecido, a sus arterias secas, a sus músculos duros, a su pelo ya petrificado y carente de vida que la unía al ángulo de la pared que contenía su espalda.  Canta y sufre, canta y siente sus palabras macizas chocando contra el suelo, despedazándose en sílabas, luego en letras, para terminar espolvoreándose por el aire, envolviéndola en una secuencia de lágrimas no lloradas y una fina nube del color de la tierra seca.

Alma no comprendía su desdichado destino, se dejaba morir mientras la fe se le escurría, mientras más angustia y soledad la volvían tangible.  Si tan sólo hubieran reparado en ella, si quizá alguien recordara que en un momento fue necesaria, si el Cuerpo que la contenía no hubiera abandonado la vida.  Hoy ambos morían lentamente, siglos pasaban para Cuerpo y Alma en segundos mortificantes. 

De repente, sangre corrió, Alma ya no tenía escapatoria, la carne moría y la arrastraba a ese abismo oscuro.  La Parca se acercaba sigilosa a su desván.  El retumbar que le proporcionaba ese latido lejano había cesado y por un momento eterno se sintió liviana, como al momento de nacer.  Las luces se encendieron y Alma bajo la cabeza, sonrió  por última vez, desgarrando la dureza de su cara y como aquellas figuras que ella misma tallaba, estalló en partículas de polvo, respondiendo así a su propia retórica.

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