jueves, 17 de diciembre de 2015

Cortás la cápsula. 7 vueltas, primer tiempo. Una vuelta más, segundo tiempo.

Sonido a gloria y una invasión de aromas que se apresuran a escapar por el delgado cuello, ansiosas de empaparse de oxígeno y volar, desplegarse.
Y así comienza el viaje.
Cada vino es único e irrepetible, dicen, y es cierto. Cada vino es un pasaje de ida a los recuerdos vívidos de los que estamos hechos. Cada vino es único, y es eterno en una memoria que asocia para salir a flote.
Un vino puede llevarte en un segundo a la cocina de la abuela cuando preparaba mermeladas, con unos tangos de fondo y un mate inacabable que pasaba de mamo en mano y de boca en boca como las palabras. El olor de la fruta azucarada inunda cada papila gustativa, y una y otra vez volvemos a vernos envueltos en ese delantal ajado y acariciados por unas manos tan únicas como el vino.
Cuántas veces, al llevarnos solemnemente la copa a la nariz, hemos experimentado esa sensación intangible de la niñez y nos vemos envueltos en campos floridos a la altura de la mano, cuántas veces hemos tocado con la memoria esos jarrones antiquísimos plagados de flores frescas, recién cortadas, que adornaban las mesas en cada fiesta celebrada.
Incontables veces he caminado sobre pasto recién cortado con sólo descorchar una botella, cuántas veces me he dejado seducir con la sutil vainilla que me recuerda, otra vez, la cocina de la abuela. Y la madera, expresión incomparable del tinto sabio que me transporta a las robustas cabañas, aquellas que albergaron la felicidad hecha vacaciones. Cuántos inviernos se han hecho presentes en mi nariz, traídos por el casi imperceptible aroma a chocolate. Innumerables desayunos evocados con el olor a pan tostado.
Sí, cada vino es único, cada vino nos lleva al encuentro con uno mismo, con lo que somos, con lo que fuimos.
Dame una botella y una copa y dejame deshacerme en recuerdos, viajar al pasado y volver al lugar de donde jamás me fui.

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