domingo, 10 de octubre de 2010

Flores.

El olor de la mañana nueva flota en el aire, a veces fresco, otras, extremadamente cálido,  y se respiran mil suspiros, propios de una ciudad que se despierta al ritmo del canto de los pájaros y de los colectivos que van poniéndole color a las calles, que de a poco se van colmando.

Las siluetas de los muchos árboles que hacen de barrera imaginaria se van aclarando, alzándose a un cielo por demás celeste, con algunos esbozos de nubes que corren rápidamente tratando de ocultar al sol que ya está en lo alto.

Y no alcanzan sólo dos ojos para abarcar cada escena, cada personaje, que desde el total anonimato, le dan una cuota de surrealidad, a una Mendoza ya desvelada.

A un lado y como ausente, una anciana custodia un puesto de flores derruido y pobre, que se mantiene en pie por la inercia metafísica que lo rodea, tan estable y firme como los huesos de esa mujer que crujen silenciosamente ante un tiempo que no pasa.

Nadie parece reparar en ella, todos fingen que no existe, aunque no molesta, aunque su existencia sea real, quizá, sólo para la anciana misma.

Cruzo ante sus ojos clavados en algo que no puedo distinguir y daría mi reino por saber donde está su  pensamiento, por qué lugar deambula sin moverse de su banquito de madera que parece inseguro.  Revolviendo qué álbum de fotos amarillas se encuentran sus ojos celestes casi transparentes.  Qué clase de film mudo y en blanco y negro se proyecta ininterrumpido en su alma vieja.  Daría mi reino por saber la historia que resguarda su cabeza, su corazón y sus manos arrugadas y blanquísimas, de dedos entrelazados y estáticos que mantiene apoyados sobre sus rodillas huesudas.

No deja de mirar hacia delante, no parpadea, está sumida en un estado de quietud desesperante, inmutable ante las estruendosas bocinas que resuenan a su espalda, parece no oír el constante sonido de incontables gargantas que cantan, gritan, hablan, piensan en voz alta sin un segundo de silencio, y son todos esos ruidos semejantes a una canción perpetua con cientos de notas diferentes que no logran unificarse para que nazca una melodía armónica.

Pero la anciana no mueve un músculo, la espalda encorvada hacia delante, el pelo grisáceo recogido pulcramente y su mirada siempre fija, simula estar sumergida en un estado catatónico, aunque aún, nadie se percata de eso.

Y es su vida igual a las flores que intenta vender, frágil, inerte, con la única esperanza de decorar, esperando que alguien se acuerde del significado primordial del aroma.  Y  pienso en el destino ulterior de las flores, pueden ser el símbolo perfecto para demostrar amor, o quizá, el último obsequio que descansa solo, en lo alto de una tumba nueva.

Pienso en las flores que nacen para morir donde la carne descansa y siento pena por ellas, y vuelve mi analogía con la anciana de los ojos claros, ¿será quizá su vida como la de esos pétalos coloridos? O será quizá su muerte.

Me acerco tratando de interponerme entre su punto y los ojos que parecen sostenerse en sus órbitas,  repara en mi presencia y un gesto de confusión y agrado asoman de entre las marcas profundas de su piel, tomo dos flores blancas, de sus tallos largos, agua cae mojando mis pies.   Pregunta si las envuelve en papel para evitar seguir manchando mis zapatillas ya sucias.  Su voz de abuela llena mis oídos y todo el ruido desaparece, busco el vil metal para dárselo en pago por las florcitas.  Un instante tenso se crea en el momento que menos pienso, todavía tengo estirada la mano, ella me mira a los ojos y me pregunta a quien voy a regalarle las flores.    Bajo la vista, buscando las palabras mejores para no sentirme mal.  Voy a llevárselas a mi papá, contesto.  La anciana estira la mano, hasta la altura de la mía y cierra mi puño dejando dentro las cuatro monedas grandes que iba a darle.  No entiendo el gesto y vuelvo a levantar la vista, pero ya no me miraba, estaba perdida en otro punto que encontró para fugarse de la realidad, y en ese estado, otra vez en pseudo trance, pronunció palabras que hasta hoy retumban en mis oídos, “las flores para los muertos no se cobran”.  Sentí que el corazón se me estrujaba e interpreté cada una de las letras que esa vieja pronunció. 

Desde ese momento, todas las semana, el mismo día, a la misma hora, paso a comprarle.  Pero desde aquel episodio, llevo flores para los que todavía pueden regocijarse del color vivo de los pétalos y del olor embriagante que nos regalan.  Siempre con la duda de si voy o no a encontrarla, con la incertidumbre y el dolor de pensar si tendrá una mano que le acerque una flor cuando su puestito viejo y derruido ya no forme parte del paisaje matutino mendocino.

1 comentario:

  1. Muchacha: Esta relación es una belleza...

    Le encontraste el timming vital de la viejita y lo pusiste para nosotros.
    Gracias

    @danetche

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